viernes, 19 de enero de 2018

LAS CONFESIONES AUTOBIOGRÁFICAS DE AZORÍN

Como estos días ha nevado copiosamente sobre el noroeste de Tennessee y por estas latitudes no estamos acostumbrados a la nieve y a las temperaturas tan gélidas, se han cancelado las clases en la universidad en la que trabajo durante casi una semana. Así pues, en los pocos momentos libres que me ha permitido tener mi hija, que demandaba atención constantemente para no aburrirse al verse de golpe y porrazo encerrada en casa, le he echado una ojeada a un volumen que encontré hace unas semanas en la biblioteca universitaria y que ha resultado ser una agradable sorpresa. Me refiero a Las confesiones de un pequeño filósofo, un pequeño tomo autobiográfico firmado por José Martínez Ruiz, el siempre interesante escritor español que usaba por seudónimo "Azorín".


No es ningún secreto que me interesan los libros autobiográficos, en general más que las autobiografías, especialmente si están escritos en un estilo ameno y cuidadoso, y si se centran en recuerdos que tienen relevancia porque conforman una visión crítica (o autocrítica) de ciertos momentos de interés para comprender la trayectoria vital del autor en cuestión. Tal es el caso de estas Confesiones azorinianas, en cuyos varios capítulos, casi todos ellos muy breves, el escritor echa una mirada hacia atrás y rememora sobre todo su niñez y juventud, pintando esquemáticos pero vivos retratos de los lugares por los que dichos períodos de su vida transcurrieron, así como de algunos de los personajes reales que los poblaron.


Resulta curioso que Azorín decida no hablar de sus actividades como escritor, prefiriendo filosofar (como el propio título de la obra indica) sobre temas en apariencia menos importantes pero, al fin y al cabo, de enorme interés para quien desee comprender la personalidad e incluso la obra literaria del autor. El estilo empleado es a menudo coloquial, y cada uno de los capítulos del libro funciona más o menos como una fotografía de un momento específico de la existencia de Azorín y aparece evocado de una manera aparentemente sencilla pero que encierra siempre un sutil lirismo. Esto es especialmente evidente en lo que podríamos considerar el clímax del libro: la descripción final del regreso del escritor, entre titubeante e inseguro, a la misma escuela en la que cursara estudios de niño. Sin duda, este breve tomo autobiográfico escrito en 1904 (y tercera parte de una trilogía autobiográfica que se completa con La voluntad, de 1902, y Antonio Azorín, de 1903) nos ofrece acceso a una cara más íntima, de una emotividad elegantemente contenida, de este gran escritor del 98 español.

                                                  ANTÓN GARCÍA-FERNÁNDEZ