jueves, 12 de enero de 2017

A LUZ DAS PALABRAS (65) Mónica Rodríguez




Foi o meu amigo Alfredo Gómez Cerdá quen me falou dela antes ca ninguén. E cando unha persoa coma Alfredo, que ten un gusto exquisito, recomenda algo ou alguén hai que telo ben en conta.

     Coma sempre, acertou. Descubrir a Mónica Rodríguez foi un deses praceres que a vida che agasalla de cando en vez. Posúe unha escrita limpa, moi traballada, brillante e as súas historias levan implícito un sentido aberto e rico da vida.
     
     
Mónica Rodríguez
     Mónica Rodríguez naceu en Oviedo en 1969, estudou ciencias físicas e traballou ata 2009 nun centro de investigación, algo que se nota nalgunha obra. O seu primeiro libro publicouno en 2003. Diso xa choveu e hoxe en día é das escritoras máis prestixiosas da LIX española.
     
     Diente de león foi o primeiro libro que lin dela e, dende o momento que o pechei, non deixei de ler o que escribe pois me fascina a súa literatura.
     Un trabajo para Magda, La tía Clio y la máquina de escribir, Manzur o el ángel que tenía una sola ala, El naranjo que se murió de tristeza, Trumpet, Alma y la isla ou La partitura, entre outros, son títulos que se deben coñecer para saborear a beleza da súa prosa.
     
     A listaxe dos premios e das distincións acadados  é inmensa: Premio Alandar, White Ravens, Premio Anaya,Fundación Cuatro Gatos,Leer es vivir, Ala Delta entre unha chea deles máis.

     Ademais, Mónica Rodríguez é unha muller vital, próxima ao lectorado, agradable e xenerosa. Esta xenerosidadde queda demostrada nos textos que agasalla a Versos e aloumiños. Dous textos fermosos que nos axudan a sentir a literatura en su máxima amplitude. Dous textos intelixentes que nos cativarán sen ninguna dúbida. Un luxo.
     
     Leamos e gocemos da luz das palabras dunha escritora fundamental no panorama literario en lingua castelá. Unha escritora tan sutil coma loitadora.

     
     Toda unha honra.





Escribir (al igual que leer) para mí es una necesidad, una manera de entender el mundo, de hacerme preguntas, de tratar de ordenar el caos que me rodea, de buscar una explicación a lo que no puedo explicarme, de ahondar en el ser humano, de reflexionar, de crear, de recrear. Escribir para mí es un modo de vivir otras vidas. De buscar belleza en la palabra, de crecer, de sufrir y también, por supuesto, de disfrutar.

                                                                     M.R.


Mónica Rodríguez

                

                              EL SALTO

                                                                              Mónica Rodríguez     


Una ventana se abre. Entran la luz y el viento. Me froto los ojos. No sé si estoy aún soñando cuando me alcanza el ruido. Es un ruido alegre, tangible. Es la mañana con sus pájaros y el aire tibio. De pronto, un viento poderoso traspasa la ventana. Campa por el cuarto, me despierta del todo con su tacto enérgico y entrecierro los ojos. Cuando los abro la luz me ciega. Tardo en ver la línea de los edificios, la avenida ancha flanqueada por grandes olmos. Avanzo ligero entre ellos, envuelto en la sombra de sus hojas. En la palpitación del día. Apenas oigo el sonido de mis zapatos contra el cemento, como si no acabaran de tocar el suelo del todo. Entonces lo hago. Me impulso y salto. Un salto vigoroso que parece no terminar nunca. Me quedo en el aire, enredado en las delicias de lo ingrávido. Caigo tan despacio que no caigo. No llego a pisar el suelo. Muevo los brazos, como un nadador bajo el agua y eso hace que me desplace, manteniéndome en el aire. Puedo apreciar la geometría alegre de las casas bajo esta luz diáfana y transparente, una luz dorada que cae sobre mis hombros como mojándolos y sigo nadando en el aire. Unos obreros, desde la ventana del bar me observan. Dan un trago a sus tazas de café, a los vasos cristalinos, diminutos entre sus toscos dedos, seguramente repletos de algún licor fuerte, y solo queda de su imagen una mancha azul, la de sus monos de trabajo, y doy otra brazada. Aún no he alcanzado el suelo y sigo desplazándome en el aire. Un mirlo sacude sus alas en una rama. Oigo el restregar de sus plumas y el final del ala, a contraluz, destella un momento, se hace casi transparente en su negrura y detrás el sol. Redondo, cegador. Un perro se detiene a mirarme. Se sienta sobre sus patas e hinca sus ojos oscuros y algo tristes en mí, que aún me mantengo en lo alto, avanzando delicadamente con cada movimiento circular de los brazos. Mi pecho brinca entre las costillas. Siento toda la fuerza de mi juventud, toda la dicha de ese niño que hace tan poco tiempo fui y que ahora permanece aquí, conmigo, en el aire. Porque todo es posible. El barrendero también me mira mientras doy mi gran salto, pero no deja de barrer diligentemente y de él solo queda el rasguño de la escoba contra la acera y el polvo que levanta y reluce como una pequeña constelación. Me mantengo a flote observando mi sombra contra las baldosas. Al levantar la vista, veo al niño en la ventana y él me sonríe. Apoya una mano contra el cristal como si quisiera tendérmela, como si él también hubiera decidido volar. El cristal se lo impide. Por un momento siento la dicha y la tristeza del niño al verme volar, su sonrisa ilusionada transformándose en angustia tras la ventana que no alcanza a abrir. Sigo en el aire avanzando a golpe de brazo, como si el día fuera un río y yo estuviera sumergido en él, flotando. El panadero detiene su furgoneta para verme pasar. Unas muchachas se ríen cuando una de ellas me señala. Me miran con los ojos asombrados, entre incrédulos y soñadores, y continúan su camino sin dejar de mirarme. Escucho sus pisadas firmes, apresuradas, sus risas perdiéndose. Noto que voy descendiendo, que mi salto termina. Me resisto agitando los brazos, haciendo nuevos círculos que muevan el aire en el que deseo permanecer para siempre, con esta dicha, esta revelación de la ingravidez del mundo. Y al fin, mis pies se posan en el suelo. Aquí termina mi salto. Con una sonrisa y mi convicción aérea, despierto. Paladeo el rastro del sueño que me deja esta sensación de plenitud, esta levedad en los sentidos. Repaso cada detalle y entonces, por un momento, mi corazón se vuelca aterrado pensando si acaso yo no era el que volaba sino el otro, el niño que apoyaba la mano en el cristal de su ventana cerrada mientras ve al joven que salta avanzando en el aire como un pájaro y no puede alcanzarlo. 

Mónica, na súa casa de Madrid